Cientos de kilómetros de distancia. En Matanzas, niños esperaban una guagua. En La Habana, a otros veían correr el tiempo sobre sus camas del hospital. Estos infantes jamás se han visto, pero los une la búsqueda de sonrisas.
Los unos, integrantes de la Academia Alma Flamenca. Los otros, pacientes de la sala M de Pediatría del Instituto de Oncología y Radiobiología. Mientras los pequeños artistas se vestían para la actuación; los enfermos se arreglaban para recibirlos.
Marta, de cuatro años, aguardaba a la payasita que acompañaba a la tropa matancera, mas el sueño la venció. En esos instantes, aparecieron los visitantes con su gracia gitana. Con abanicos y estolas bailaron la danza de España. El repicar del taconeo resonó en el suelo. Y la música y el zapateo despertaron a Marta.
Ella, presa de su suero, no podía desplazarse al pasillo donde se escenificaba el espectáculo. Entonces, la payasita Maravilla entró a su cuarto. La otra paciente de la habitación, María, se asustó de la emoción sentada sobre los muslos de su mamá. Maravilla la sorprendió con los títeres y le robó varias sonrisas. En tanto, los niños invitados entregaban donativos que recaudaron con sus espectáculos días antes para los ingresados.
Unos infantes desandaban a tropeles por el pasillo: abrían y cerraban puertas. Los otros permanecían en sus camas. Los unos aprendían de los otros. Todos los ojitos les relampagueaban. Intercambiaban sueños y esperanzas.
En el andar, el reloj presuroso marcó las tres de la tarde. Las enfermeras con las bandejas de medicamentos y jeringuillas se entrelazaban con los pequeños. Ellas también abrieron puertas, y no precisamente para sacar sonrisas. Pero algo de felicidad quedó, junto al sinsabor de los medicamentos, en los rostros aciagos de los pacientes.(Texto y fotos: Lis García Arango)(Video: Ana Valdés Portillo)
Los unos, integrantes de la Academia Alma Flamenca. Los otros, pacientes de la sala M de Pediatría del Instituto de Oncología y Radiobiología. Mientras los pequeños artistas se vestían para la actuación; los enfermos se arreglaban para recibirlos.
Marta, de cuatro años, aguardaba a la payasita que acompañaba a la tropa matancera, mas el sueño la venció. En esos instantes, aparecieron los visitantes con su gracia gitana. Con abanicos y estolas bailaron la danza de España. El repicar del taconeo resonó en el suelo. Y la música y el zapateo despertaron a Marta.
Ella, presa de su suero, no podía desplazarse al pasillo donde se escenificaba el espectáculo. Entonces, la payasita Maravilla entró a su cuarto. La otra paciente de la habitación, María, se asustó de la emoción sentada sobre los muslos de su mamá. Maravilla la sorprendió con los títeres y le robó varias sonrisas. En tanto, los niños invitados entregaban donativos que recaudaron con sus espectáculos días antes para los ingresados.
Unos infantes desandaban a tropeles por el pasillo: abrían y cerraban puertas. Los otros permanecían en sus camas. Los unos aprendían de los otros. Todos los ojitos les relampagueaban. Intercambiaban sueños y esperanzas.
En el andar, el reloj presuroso marcó las tres de la tarde. Las enfermeras con las bandejas de medicamentos y jeringuillas se entrelazaban con los pequeños. Ellas también abrieron puertas, y no precisamente para sacar sonrisas. Pero algo de felicidad quedó, junto al sinsabor de los medicamentos, en los rostros aciagos de los pacientes.(Texto y fotos: Lis García Arango)(Video: Ana Valdés Portillo)
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