Otra vez una mole de hierro se impuso a la vista. Polvorienta, sucia, desaliñada y de un desteñido azul anunciaba la partida. Otra vez rechinaba sobre las líneas, al acechar la noche. Dentro. En un vagón, de sus tantos vagones, veintiséis jóvenes locos, martianos y aventureros emprendimos un largo viaje desde La Habana hasta la mayor elevación montañosa de Cuba: El Pico Turquino.
Decía Pablo de la Torriente que ir al oriente cubano era como visitar a otro país. Por eso viajábamos para conocer, para intercambiar experiencias, aprehender valores y porque todo viaje encierra un acto de liberación.
Y qué mejor manera de experimentarlo sino mediante la práctica. Debíamos pisar la tierra, contrastar la historia, convertirnos en protagonistas y no en entes pasivos. El recorrido sería en extremo forzoso, se nos presentarían dificultades.
Nos esperaban días de intensas caminatas, de dormir incómodos, de cocinar, de cargar pesadas mochilas, que ya formaban parte de nuestro cuerpo. Sin embargo mientras más dificultades enfrentábamos, mejor el resultado, pues sacábamos lo mejor de nosotros, nos hacíamos más fuertes. Crecíamos humanamente.
Desde el principio nos sacrificarnos por alcanzar una meta: llegar a la cima. La expedición, amalgamada de personalidades, mostró un sentido del grupo, de pertenencia, de madurez que se iba acrecentando a medida que convivíamos y nos adentrábamos en la Sierra Maestra.
En todo momento, establecimos un modelo de auto-organización, compartimos en partes iguales lo que llevábamos. Hasta una nevera, imprescindible para conservar los alimentos, cargamos cuesta arriba y cuesta abajo.
Nadie quedó rezagado. Ubicados en la vanguardia, el centro, y la retaguardia cada cual iba a su paso. Descansamos en diversos campamentos. Convivimos en las nubes que nos arropaban. Dormimos a miles de metros sobre el nivel del mar, más cercanos del manto de estrellas que se asomaba en la noche.
Nos expansionamos de las dimensiones de tiempo y espacio. Sin cobertura y acceso teléfono estábamos inmersos en la montaña. Éramos solo la montaña y nosotros. El silencio y el canto de los tocororos eran música para los oídos adaptados al bullicio citadino. La humedad nos mantenía frescos. El sol no hizo de las suyas, no nos torturo, más bien sentimos frío.
Cansados y extenuados nos dábamos aliento los unos a los otros. Nos auto complacíamos con las vistas deslumbradoras, el paisaje dominador de nuestros sentidos y con la idea de ver el busto de Martí en las alturas.
Kilómetro (km) a kilómetro, metro a metro, pasito a pasito, con caramelos, agua y unos palos como bastones para no resbalar y ayudarnos a dar pasos firmes, avanzábamos.
Al llegar a la cúspide nos dimos cuenta que solo permanecimos unos minutos. Eso demuestra que lo más importante no es llegar a la cima, sino el camino. En realidad, la meta es un pretexto: el camino es un objetivo en sí mismo.
Arriba en el punto más alto de Cuba no faltaron las fotos con la bandera cubana, con el Apóstol, tampoco los poemas, las palabras. Nos sentíamos como David después de haber dominado a Goliat. El mundo estaba a nuestros pies. Dominamos la cumbre. Sonreíamos de felicidad. Habíamos logrado lo que muchos ni siquiera se atreven a soñar en sus vidas.
Aunque aún nos faltaba el descenso. Aligerados en la carga por el consumo de los alimentos. Bajamos por Santiago de Cuba, 11 Km seguidos, que no tenían fin.
Le decíamos adiós al territorio granmense por dónde iniciamos la escalada. La lluvia nos acechó, solo los que llevaron capas y nylon, lograron guarecerse, los otros dejamos que las gotas nos corrieran por el rostro y refrescara nuestros cuerpos, que nos mojara el alma.
El llano se vislumbraba. Y un mar angosto nos recibía y nos bañaba con su brisa. Un camión nos esperaba para seguir el viaje. Nos despedíamos de la sierra.
Nosotros, los caminantes, nos hicimos camino al andar, nos hermanamos, compartimos, aprendimos valores humanos y naturales. En fin fuimos un tilín mejor porque el Turquino: !Sí Suena! (Por: Lis García Arango)
Decía Pablo de la Torriente que ir al oriente cubano era como visitar a otro país. Por eso viajábamos para conocer, para intercambiar experiencias, aprehender valores y porque todo viaje encierra un acto de liberación.
Y qué mejor manera de experimentarlo sino mediante la práctica. Debíamos pisar la tierra, contrastar la historia, convertirnos en protagonistas y no en entes pasivos. El recorrido sería en extremo forzoso, se nos presentarían dificultades.
Nos esperaban días de intensas caminatas, de dormir incómodos, de cocinar, de cargar pesadas mochilas, que ya formaban parte de nuestro cuerpo. Sin embargo mientras más dificultades enfrentábamos, mejor el resultado, pues sacábamos lo mejor de nosotros, nos hacíamos más fuertes. Crecíamos humanamente.
Desde el principio nos sacrificarnos por alcanzar una meta: llegar a la cima. La expedición, amalgamada de personalidades, mostró un sentido del grupo, de pertenencia, de madurez que se iba acrecentando a medida que convivíamos y nos adentrábamos en la Sierra Maestra.
En todo momento, establecimos un modelo de auto-organización, compartimos en partes iguales lo que llevábamos. Hasta una nevera, imprescindible para conservar los alimentos, cargamos cuesta arriba y cuesta abajo.
Nadie quedó rezagado. Ubicados en la vanguardia, el centro, y la retaguardia cada cual iba a su paso. Descansamos en diversos campamentos. Convivimos en las nubes que nos arropaban. Dormimos a miles de metros sobre el nivel del mar, más cercanos del manto de estrellas que se asomaba en la noche.
Nos expansionamos de las dimensiones de tiempo y espacio. Sin cobertura y acceso teléfono estábamos inmersos en la montaña. Éramos solo la montaña y nosotros. El silencio y el canto de los tocororos eran música para los oídos adaptados al bullicio citadino. La humedad nos mantenía frescos. El sol no hizo de las suyas, no nos torturo, más bien sentimos frío.
Cansados y extenuados nos dábamos aliento los unos a los otros. Nos auto complacíamos con las vistas deslumbradoras, el paisaje dominador de nuestros sentidos y con la idea de ver el busto de Martí en las alturas.
Kilómetro (km) a kilómetro, metro a metro, pasito a pasito, con caramelos, agua y unos palos como bastones para no resbalar y ayudarnos a dar pasos firmes, avanzábamos.
Al llegar a la cúspide nos dimos cuenta que solo permanecimos unos minutos. Eso demuestra que lo más importante no es llegar a la cima, sino el camino. En realidad, la meta es un pretexto: el camino es un objetivo en sí mismo.
Arriba en el punto más alto de Cuba no faltaron las fotos con la bandera cubana, con el Apóstol, tampoco los poemas, las palabras. Nos sentíamos como David después de haber dominado a Goliat. El mundo estaba a nuestros pies. Dominamos la cumbre. Sonreíamos de felicidad. Habíamos logrado lo que muchos ni siquiera se atreven a soñar en sus vidas.
Aunque aún nos faltaba el descenso. Aligerados en la carga por el consumo de los alimentos. Bajamos por Santiago de Cuba, 11 Km seguidos, que no tenían fin.
Le decíamos adiós al territorio granmense por dónde iniciamos la escalada. La lluvia nos acechó, solo los que llevaron capas y nylon, lograron guarecerse, los otros dejamos que las gotas nos corrieran por el rostro y refrescara nuestros cuerpos, que nos mojara el alma.
El llano se vislumbraba. Y un mar angosto nos recibía y nos bañaba con su brisa. Un camión nos esperaba para seguir el viaje. Nos despedíamos de la sierra.
Nosotros, los caminantes, nos hicimos camino al andar, nos hermanamos, compartimos, aprendimos valores humanos y naturales. En fin fuimos un tilín mejor porque el Turquino: !Sí Suena! (Por: Lis García Arango)
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