Inhumado Luis Carbonell en el cementerio de Colón

El acuarelista de la poesía antillana fue inhumado este sábado en la Necrópolis de Colón. Colegas y familiares le rindieron merecidos honores
Artista integral, maestro, ser humano excepcional, cubano de alma entera. Un
poeta en toda la amplitud y la intensidad del concepto. Hacedor de milagros,
cultor de la memoria. Todo eso fue y será por siempre nuestro Luis Mariano
Carbonell.
Sin antecesores y seguramente sin un sucesor de su talla, círculo cerrado donde se puede contemplar el mo­vimiento como imagen de lo más puro y eterno del arte, Luis Car­bonell apareció en el panorama de la lírica latinoamericana y universal como una revelación. Su estilo, fraguado en el devenir de una larga carrera como declamador y narrador oral se apoya en un referente académico que gravita en su voz con todo el peso de una inmensa carga emotiva.
Santiaguero rellollo, pianista, re­pertorista y poeta trascendió las fron­teras
de la isla con una poesía dicha en su matizada e inconfundible voz y su peculiar forma de ex­presión, para dejar atrás, muy atrás, a los acartonados declamadores de pacotilla que salvo la gran Bertha Singermann o la cubana Eusebia Cosme, pululaban en los escenarios del continente con ji-píos sollozantes y maneras harto anticuadas de decir.
Él inauguró un género popular, hijo del romancero español y la copla para
colocarlo en el pentagrama literario con elegancia personal y picardía criolla.
Su histrionismo no reclamaba nada. Todo era él, su instinto profesional, su
carisma. Tanto en el humor como en el drama ha desplegado los recursos más
versátiles de la actuación. Sus estampas callejeras, con pinceladas que han
engalanado la poesía vernácula cubana lo colocan en el más alto sitial de la
popularidad en el continente.
En el teatro, en la radio, en la televisión, se movió como pez en el agua.
Recibió cataratas de elogios, derroches del más puro y sincero cariño del
público y eso que tanto anhela el artista; el reconocimiento de todo un pueblo,
su pueblo.
Hace ya muchos años alguien lo calificó como el acuarelista de la poesía
antillana, hoy diríamos el griot por excelencia del Caribe hispano, pero aún así
no sería suficiente. Él es mucho más. Él es la cúspide de la narración oral
escénica, la expresión de las alegrías más profundas del alma colectiva, la
satisfacción de los apetitos cotidianos donde no solo la alegría sino la
reflexión tienen su más recóndito asidero. Supo interpretar el humor inteligente
que bordea la hilaridad y hace pensar. Aunque hizo reír a muchas generaciones con sus estampas, de haberse dedicado al teatro exclusivamente habría sido un actor dramático excepcional porque llevó en su carcaj la huella de una raza que ha recibido los golpes más fuertes de la historia humana.
Dio un salto radiante en su carrera al incorporar en su repertorio la obra de
reconocidos autores como Anton Chejov, Lydia Cabrera o Aquiles Nazoa, por solo mencionar tres paradigmas de su preferencia. Suscitó? tal devoción en las masas que aún en vida fue una leyenda. El humor de santiaguero mordaz, la delicada sensibilidad con la que nos narra una historia o nos cuenta un cuento, su parca y contenida gestualidad, su buen gusto y su proverbial memoria —recordemos solo la Elegía a Jesús Menéndez, de Nicolás Guillén— lo convirtieron por obra y gracia de Nemosina en un elegido.
Un artista de su talante no se puede explicar con la lógica de una disquisición
crítica. Él es único co­mo lo fue Rita Montaner con quien compartió múltiples
escenarios en Cuba y fuera de ella.
En nuestros sueños y esperanzas, en el empeño por alcanzar toda la justicia,
aspiración solo posible en la Cuba de hoy, Luis estará siempre acompañándonos.
Nunca se dejó arrastrar por los cantos de sirena que lo incitaban a que
abandonase a los suyos. Nunca dejó de sentir en lo más hondo el latido de su
Patria, de su Santiago, y más de una vez con legítimo orgullo subrayó la
coincidencia de haber nacido en esa ciudad  exactamente treinta años antes de
que los jóvenes de la Generación del Centenario, encabezada por Fidel, pusieran en marcha la fase definitiva de nuestras gestas libertarias con el asalto al Moncada.
A los escritores y artistas de Cuba, que lo honran en la hora de la partida, y
al pueblo al que dedicó su obra, Luis lega una lección de ética, entrega y
compromiso.
En el bramido de los tambores batá, seducido por su pequeño piano de teclas
amarillas, y atento siempre al soplido ancestral de la corneta china,  Luis
Carbonell nos sobrevivirá. (Tomado de Granma, por
Miguel Barnet)(26/05/14)

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